Algunos años de ausencia y veintitrés de vida tenía yo, cuando en mi segundo regreso temporal a la prohibida patria, conocí a Betances.
Apenas lo conocí de vista. Era entonces un joven de poco más tal vez de treinta años bien vividos: vividos como naturaleza robusta, en esfuerzo por lo verdadero, lo bello, lo bueno. Así era su aspecto tan atractivo, y así se justificaba tan por sí misma la simpatía que despertaba en todo el mundo.
Acababa de ejecutar un acto de sumo romanticismo, repatriando e idolizando los restos de su novia malograda, y ya tenía bastante para atraerse mucha simpatía, rebozada en mucha curiosidad femenil y juvenil. Estaba haciendo con Segundo Ruiz Belvis, con Basora, Paradís y algunos más, la sagrada tentativa de rescatar esclavos, y ya se le reconocía en silencio como el centro de atracción de los capaces de aborrecer por instinto la doble esclavitud en que gemía la triste tierra sierva. Iba a ser el primero entre los más odiados y más perseguidos del despotismo, y ya, disfrazada de gratitud de médicos de pobres, la popularidad lo aguijoneaba.
Gozando del amor de sus convecinos, de las inconfesas esperanzas de su patria y del secreto temor de los usurpadores de libertad, lo dejé yo para volver en España a mis estudios, cuando supe de su expulsión del suelo que jamás ha sido nuestro.
Un día recibí de París, en Madrid, la primera carta suya. Se la debía a La Peregrinación de Bayoán, un grito sofocado de independencia por donde empecé yo mi vida pública.
Digo que "un grito sofocado de independencia" porque, muchacho sencillo y candoroso, como era (acababa yo de cumplir veinticuatro años), creía en la posibilidad y hasta en la probabilidad de que se oyera la voz de uno que iba a empezar a clamar en el desierto, y que clamaba por la unión de España y de la América española en una como confederación de la familia peninsular, insular y continental.
Naturalmente, con tal programa y con tanta sinceridad como la mía, no era posible que de buenas a primeras cambiara yo por el de Betances mi ideal. Así́ fue que, al contestar su inesperada carta, le dije lo que hubo de aparejar la contestación que me lo presentó de alma entera: ''Cuando se quiere una tortilla, hay que romper los huevos: tortillas sin huevos rotos o revolución sin revoltura, no se ven".
Como yo estaba en la edad en que esos imposibles se ven posibles en la imaginación y en el ensueño, éramos inaccesibles uno a otro, y ya no volví́ a saber de Betances hasta que cometí́ el error de buscar la independencia de Puerto Rico y la Confederación de las Antillas por el camino de la revolución de Cuba.
Era persistir en la ilusión de hacer tortilla sin romper huevos, porque escrito ha sido a costa de un millón de seres inhumanos a quienes no se les ha ocurrido verter sangre por su patria, que la independencia con sangre entra, y que Borinquen no había de ser independiente por voluntad ni sacrificios de unos cuantos, sino por voluntad y sacrificio de todos, por sangre y lágrimas de todos. Pero como yo cometí́ de buena fe el error de creer que un procedimiento ideal era un acto real, cuando en 1869 me presenté en Nueva York, y me encontré allí con Betances, tuve por cierto que íbamos a poder prestar a Cuba el impagable servicio de poner en armas a su hermana.
Por de pronto, nos pusieron en pugna uno con otro. Todavía no se han juntado tres españoles de España europea o de España americana, sin que de la junta haya salido la discordia. Estos satánicos hijos de la ignorancia y del despotismo, para sentirse hombres necesitan dividir.
Ello es que, por haber yo reunido a unos cuantos puertorriqueños que se quejaban de no ser guiados a la revolución, ellos mismos quizá́ se apresuraron a mal interpretar y trasvertir aquella imprudencia mía, que a su vista se justificaba por la sencillez, la sinceridad y el patriotismo que la motivaban, y establecieron entre nosotros la discordia.
No dejó entonces Betances de ser injusto, viendo en mí un émulo, ni dejé yo de ser inconsecuente conmigo mismo, asumiendo por irreflexión durante pocos días el repugnante papel de jefe de bando.
Mas en cuanto, a poco, Betances se convenció́ de que no se podía contar con la Junta Cubana para romper los huevos que había que romper en Puerto Rico; y en cuanto yo, de lejos volvía a ver a Betances en su obra de misionero de la patria, yendo de Nueva York a Port- au-Prince o a Jacmel, y de allí́ a Santo Domingo, y de aquí́ a París, volví́ a él con todo mi afecto, mi estimación y mi tristeza. Ya desde entonces me roía la tristeza de que él, Basora y yo íbamos a ser víctimas inútiles.
Lo que hemos sido: más felices ellos, que han muerto antes de ver, más desgraciado yo, que estoy viendo, despedazado el ideal.
Porque para eso sí que hemos servido: para tener y vivir un ideal.
Aproximadamente el mismo, un poco menos complejo el suyo que el mío, por eso mismo más real y más de hombres, el ideal de Betances fue romper los huevos que había que romper en Puerto Rico para hacer de él una tierra independiente.
Pensando en eso vivió; pensando en eso murió.
Es verdad que su muerte comenzó con su desilusión, y que su desilusión comenzó de antiguo, cuando me escribía desesperado que no había que contar para nada con una revolución de independencia en Puerto Rico. Pero su alma entera estaba impresa en sus deseos de patria independiente, que apenas perdía la ilusión la rescataba, y apenas desechaba la esperanza volvía a ella.
Era como son los enfermos de ideal: entran a la vida como a un desierto; están en la vida como en un mar sin playas; salen de la vida como naves, como nubes, como sombras.
Mal entrar, mal estar y mal pasar. ¡Ay de los tristes!
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1. Obras completas, Vol. XIV, Hombres e ideas. La Habana, Cultural, 1939, pp. 69-73.
2. De acuerdo con su Diario y con el prólogo a la segunda edición (chilena) de La Peregrinación de Bayoán, este a que se refiere debió́ ser el tercer viaje. Olvidos de esta naturaleza son frecuentes en Hostos, y se explican por los numerosos viajes que realizó en su vida. (Nota de los compiladores.)