Foto de Vicente Palés
Has hecho bien en morir en tierra extraña.
Los que aquí nos debatimos en esta lucha de medros y egoísmos, te hubiéramos visto caer casi indiferentes, sin dolor apenas en el corazón y con algunas lagrimitas arrancadas a –estrujones en los ojos.
Hoy aquí ser patriota como tú eras, es ser un ente ridículo; es sentar plaza de habitante del limbo.
¡La patria puertorriqueña, bah! ¿Quién piensa ya en semejante musaraña? La patria, si la tuvimos, se hundió hace tiempo, hace, justo, cinto años. Era una frágil navecilla, y chocó contra una mole enorme. ¡Claro está! nosotros, los pasajeros de la pobre barquilla lo mejor que pudimos hacer en aquel naufragio fue cortar cuanto unirnos podía a aquella inútil carroña que se iba a pique, “nadar y guardar la ropa” y encaramarnos en el buque que nos pasó por ojo.
¿No era ésto lo práctico? ¡Pues, hombre!
La incisión que se hizo el emperador alemán y por lo que le salió la sangre inglesa que llevaba en las venas, nos la hemos practicado todos nosotros para sacarnos el quijotismo latino y transfundirnos el positivismo yanki.
El positivismo, que aconseja que cuando se está bajo un edificio que amenaza ruina, se salga de allí a escape y no se cometa la tontería de Sansón, de sacudir las paredes, para morir aplastado como una cucaracha.
Agradar a los nuevos amos; echar pujos (perdonen los lectores esta palabra mal sonante) de un americanismo “enragé” y a cambio de este oficio, para el que se necesita una conveniente preparación de la columna vertebral, obtener algún hueso para ir tirando: he aquí el “desideratum,” he aquí el patriotismo entendido a la moderna. Lo demás es pura poesía lírica o música celestial.
Por eso fue que “la liga de patriotas” no cuajó.
Hubiera sido un “trust” para monopolizar las migajitas que caen de arriba y otro gallo habría cantado entonces: que logreros ¡en buena hora lo diga! no escasean por fortuna.
Has hecho bien en morir, maestro, porque es triste, muy triste todo lo que está pasando
y a las veces nos hace reír a la manera de Hamlet.
Así, muriendo, se ha borrado de tus ojos una visión siniestra: el espectáculo de un pueblo despanzurrrado, tendido boca arriba sobre una isla del trópico, bajo el ardiente sol de América, mientras chillan los cuervos que roen sus entrañas y los hijos de ese mismo pueblo bailan una especie de “can-can” o “two-step” político alrededor del enorme moribundo.