Aunque el incansable peregrinar de Hostos por América del Sur se había iniciado a principios de la década de 1870, no es hasta seis años después que llega a Venezuela. Allá llegó por encomienda del Club Cubano de Puerto Plata en República Dominicana, en calidad de comisionado ante los gobiernos de Colombia y Venezuela. Es precisamente ese año de 1876, cuando se dispone a iniciar su labor pedagógica, que conoce a Belinda de Ayala, exiliada cubana. Inmediatamente, Hostos inicia una intensa comunicación epistolar con la que anhela alcanzar la unión matrimonial pese a la oposición de los padres de Belinda. Ya para julio de ese año, quedaron disueltos los obstáculos familiares y Eugenio María de Hostos y Belinda de Ayala, lograron contraer nupcias con el madrinazgo, nada más y nada menos, de Lola Rodríguez de Tió, quien también se hallaba exiliada en Venezuela.
Por difícil que les parezca creer a muchas personas, ninguno de los hijos de Hostos nació en Puerto Rico. Sin embargo, por algunos períodos, unos más breves, otros más extensos, sí vivieron en Puerto Rico. Todos, menos una: Rosa Inda, que murió al poco tiempo de nacer. Eugenio Carlos, Luisa Amelia, Bayoán Lautaro, Filipo Luis, María Angelina y Adolfo José, mi papá, pisaron la tierra que mi abuelo bautizó Madre Isla.
A la “primera promoción filial”, según decía mi papá, pertenecían Eugenio Carlos, el mayor de todos; Luisa Amelia y Rosa Inda, la chiquitina que no sobrevivió a una infección que los médicos de aquel entonces no supieron explicar. De la “segunda promoción”, Bayóan Lautaro y mi papá, Adolfo José. Todos nacieron en República Dominicana. De la “tercera promoción”, serían Filipo Luis y María Angelina, ambos de Chile. En la familia Hostos Ayala se dio, en gran medida, la confederación antillana: un puertorriqueño, una cubana y cuatro dominicanos, a los que se sumaron dos suramericanos.
En casa, mi papá contaba de cómo el suyo trataba de recuperar el tiempo perdido a causa de las largas temporadas que tenía que pasar alejado de su familia. Decía que Hostos inventaba fiestas familiares y las animaba con obras de teatro que escribía y luego dirigía; proyectaba sombras chinescas en las paredes o simplemente hacía que toda la familia se sentara para relatar lo que había ocurrido en su ausencia. Existe una serie de cuentos y obras teatrales escritas por Hostos que, aunque algunas han sido representadas, fueron hechas especialmente para sus hijos e hijas. Hostos asignaba a cada quien, un personaje. No se trataba de obras en el estricto sentido dramático de la palabra; Hostos improvisaba un escenario en el hogar y toda la familia preparaba lo que sería la utilería y el mobiliario de la obra. El propósito principal era estimular la creación en sus hijos y entretenerlos. Por supuesto, además le imprimía un carácter didáctico a cada situación que se representaba. Fue así como surgieron, entre otras, “El cumpleaños”, “El naranjo”, “Loa a mamá” y la más conocida, “¿Quién preside?”. También produjo una narración titulada “En barco de papel”, que ha sido teatralizada y difundida ampliamente. De esa manera, Hostos le abría otro mundo a sus hijos: un mundo de alegría, de optimismo y esperanza, lejos de aquel que se abría cuando el padre peregrino tenía que partir.
Mi papá siempre contó que Hostos también le dedicaba tiempo a cada uno de sus hijos por separado. Se reunía individualmente con ellos para conversar, para indagar sobre lo que les preocupaba, sobre aquello que querían hacer en el futuro; se interesaba por sus proyectos y los alentaba a tener proyectos.
Cuando la incertidumbre invadía a la familia, Hostos trataba de impregnar un sentido positivo que no les permitiera decaer ni dejar de estar en contacto con la realidad. Por eso, contaba mi papá, siempre tenía la respuesta indicada para las interrogantes, sobre todo de Luisa Amelia, que era la que más se quejaba de las partidas repentinas. A su pregunta de: “¿Y qué diablos hacemos nosotros aquí (se refería a Chile) tan lejos de nuestras islas?”, Hostos respondió: “Por ellas y para ellas estamos aquí. Para mejor estar con ellas cuando llegue la hora”.
En lo que llegaba esa hora, Hostos también daba rienda suelta a su amor y respeto por la naturaleza y quiso que sus hijos aprendieran a amarla y respetarla. La misma fascinación irresistible que mi papá desarrolló hacia el mar fue la que Hostos llevó muy adentro. Ese misterio que las enormes olas provocaban en Hostos, cuando rompían contra las rocas, lo provocaron en mi papá, y él decía que también en sus hermanos y hermanas. El asombro que Hostos evidenciaba al detenerse frente el verdor de los paisajes no hubo necesidad de inculcárselo a sus hijos pues sus hijos fueron testigos y cómplices de ese asombro. Toda la maravilla contenida en la naturaleza, la legó Hostos a sus hijos y fueron sus hijos receptores convencidos de esa maravilla.
La casa familiar también fue casa de desavenencias ocasionales que nunca llegaron a mayores. Como es de suponer, la disciplina fue siempre la orden del día en el hogar Hostos Ayala. Sin embargo, esa disciplina, decía mi papá, se impartía, tanto por el padre como por la madre, a la vez con seriedad y respeto; nunca con gritos ni golpes. La disciplina era contundente, pero con cariño. Y con justicia, añadía mi papá. Esa justicia que Hostos buscaba en todos los ámbitos. Esa justicia que le hizo decir que mi papá lo vio estrujar un periódico contra el suelo mientras despotricaba contra los gobiernos coloniales de los ingleses en África. Cuando mi papá le preguntó el por qué de su reacción, Hostos le contestó: “¡Es que no puedo soportar injusticias aunque ocurran al otro lado del mundo!”
Definitivamente, la llegada de sus hijos e hijas, contribuyó a mitigar la desazón que Hostos combatía a causa de los avatares ocasionados por su lucha patriótica. Cada nacimiento estuvo acompañado tanto por el gozo como por el arrullo paterno. El maestro-padre se ocupaba de colocar a los pies de sus hijos, todo el amor que emanaba de su corazón. Mi papá rememoraba cómo Hostos les enseñaba constantemente de la importancia suprema de cumplir con el deber. Con toda seguridad, esas enseñanzas del deber fueron las que animaron: a Eugenio Carlos, a estudiar Derecho y trabajar en la recopilación y edición del libro América y Hostos y del Índice hemero-bibliográfico de su padre, junto a su hermano Adolfo, quien realizó la redacción del texto; a Luisa Amelia, a dedicarse a la traducción, a abogar por el sufragio femenino y a escribir “Mi pequeño cine parisino”; a Bayoán Lautaro, a hacer estudios de agronomía y agricultura y a publicar el libro Hostos íntimo; a mi papá, Adolfo José, a escribir y publicar (entre otros) San Juan: Ciudad Murada, y Tras las huellas de Hostos, y a realizar estudios de arqueología que lo llevaron a participar en las excavaciones de Caparra; a Filipo Luis, a estudiar y escribir sobre temas de Economía y presidir la Cámara de Comercio de Puerto Rico y además fue cónsul de Chile; y, a María Angelina, a quien mi abuelo llamaba “toda ojos”, a trabajar en traducciones y criar sola a sus cinco varones. Sin aspavientos ni pretensiones, estos buenos hijos, estas buenas hijas, vivieron las enseñanzas del hogar Hostos Ayala. Vivieron también el imparable ir y venir de un padre que lo daba todo por su familia inmediata y por su familia colectiva: su Patria.
Teresa M. de Hostos Olivar
Mayo de 2022